Dice la leyenda…
Cordelia, novena hija del semidiós Anákatós y de la ninfa Menifestes, nació entre ninfeas
[1] y especias. Sus ocho hermanas mayores, Carmelia, Ivenasa, Aléntesis, Fereines, Eliménedes, Hareida, Dafiares y Luréinedes eran esfinges
[2], de una belleza que compensaba lo bestial de sus patas de león. Sus siete hermanos menores, Olistes, los mellizos Lutérides y Agencistes, Alunares, Grunto, y los gemelos Zoides y Juniólides, todos varones, eran estincos
[3].
Maravillado Anákatós por la belleza de esta niña, pronto temió que le fuera sustraída, o que su ingenua voluntad fuera arrebatada por la maldad de su eterno enemigo, el Emperador Nicoste, a la sazón hermano de su mujer Menifestes.
Así fue como, sabiendo de la predilección de aquél por las jóvenes vírgenes, y sin consultar con su consorte, decide entregar a la pequeña Cordelia en matrimonio al sexto hijo de su primo Barrámadòs, Insuloro, a la sazón, Comendador de Argantes.
Envía a esas lejanas tierras a la niña, entonces de 5 años, no sin antes entregarle una pócima secreta con la advertencia que sólo hiciera uso de ella cuando sintiera que sus fuerzas flaqueaban. Así partió la pequeña, con un gran cortejo, importante dote, y lacayos para servirle, encomendando a su fiel servidor Iguedente, que sobrevuele todo el trayecto de la comitiva hasta asegurarse que la doncella llegue a feliz término. Y que una vez allí quedara a su servicio para siempre, y la eternidad también.
Largos días y largas noches fueron necesarios para cumplir el cometido. Nuevos lacayos se integraron al cortejo a medida que los más viejos iban muriendo. Iguedente, cada tanto, volvía a las tierras de su señor para dar informe y tranquilizar la inquietud de su amo.
Casi por cumplir sus primeros 7 años, la niña llegó a puerto siendo recibida por el anciano Barrámadòs quien la entregó a su vástago con gran pompa y ceremonia.
Las siervas que se le asignaron acicalaron a la niña con las joyas que su propio padre le entregara más otras tantas que su prometido le diera como bienvenida, vistiéndola con suntuosas prendas y coronando su cabeza con lujoso alfareme
[4] bordado en preciosas piedras e hilos de oro.
Doce hijos nacieron de esa unión, a los que Cordelia llamó Anakátose en homenaje a su amado padre, Menifes por la perdida madre, Insulari por el anciano marido, Barramán por el anciano padre del anciano marido, Cordelius por la propia madre, Iguedes por el fiel servidor, y los demás.A ninguno de ellos conocieron los amados abuelos ya que, al poco tiempo de que la niña partiera rumbo a su definitivo destino, Nicoste, anoticiado del nacimiento de esta bella virgen, envió ejército a las tierras de Anákatós con la orden de secuestrar a la chiquilla y que, en menos de lo que tarda un fenghuang
[5] en cruzar el firmamento, fuera llevada a los pies de su atrio. Al descubrir el ardid de Anákatós para sustraer a la niña de sus brazos, Nicoste, montado en cólera, ordenó desollar al semidiós aprovechando su estado somnoliente, entregar a la joven Menifestes, su hermana, a las garras de sus más viles servidores, encerrar en cepos a sus descendientes y apoderarse de las tierras, sembradíos, riquezas y posesiones de su rival.
Inquieta estaba la joven Cordelia al notar la ausencia de sus padres ante cada nueva parición. Y así pidió al fiel Iguedente que volara hasta las tierras y las aguas que la vieron nacer y que, con prisa, volviera a susurrar en su oído las nuevas que trajera.
Desoladoras las noticias, la madura Cordelia creyó fenecer. Y más aún al tomar conocimiento que su amado y, hasta entonces respetado, marido, era cómplice de tamaña tropelía con el sólo fin de apoderarse del poderoso anillo de la deidad ahora aniquilada. Pero no se entregó a tan bajo instinto y, tomando la poción que otrora su padre le diera, recuperó fuerzas y bríos.
Adormecido su vil marido en el lecho nupcial que, en momentos felices fuera silencioso testigo de las cópulas del pareo conyugal, fue nuevamente seducido por la hija del semidiós Anákatós y de la ninfa Menifestes, como astuta artimaña para que en su corazón impío se clavara la hoja de la daga que aquella dolorida mujer escondiera entre sus todavía turgentes pechos.
Muerto el villano, la adolorida fémina, con la misma daga que usara para liberar el alma del miserable, cortó el pulgar de la mano izquierda del desafortunado, sacando de él la divina alianza con su resplandeciente piedra granate.
Portando en su mano la preciada alhaja, montó sobre el lomo del fiel Iguedente, cual jinete sobre pegazo, sobrevolando las comarcas del comendador fenecido hasta llegar a los confines más lejanos, aquéllos que demarcaban el límite de lo que otrora fuera poderío de aquél. Una vez allí ordenó a su alazán alado que navegara en círculos sobre el árbol más alto, aquel que cosquilleaba la barriga de la nube más lejana. Acarició la cabeza de su fiel transporte, despidiéndose, y dejándose deslizar cayó sobre la copa del macizo vegetal, tomándose con sus manos de la rama más visible, más firme. Abrazada a ese tronco dejó que el cansancio la tomara entrando en feliz sueño. Poco a poco la bella Cordelia fue convirtiéndose, cual crisálida en mariposa, en la más hermosa orquídea salvaje jamás vista, de cuyo pistilo, los días de copiosa lluvía, se desgranan pequeños cristales granates.
[1] Ninfea: nenúfar, planta acuática, de flores blancas, o de hojas acorazonadas y flores amarillas.
[2] Esfinge: monstruo fabuloso, con cabeza, cuello y pecho humanos y cuerpo y pies de león.
[3] Estinco: lagarto de color amarillento plateado, con siete bandas negras transversas, cuerpo y cola cubierto de escamas. Su carne se considera afrodisíaca.
[4] Alfareme: toca de gasa, semejante al almaizar.